miércoles, 23 de enero de 2008

Fiesta

Los amigos ya se habían ido todos. La casa desordenada, restos de comida rebosándose en los pelos de la alfombra vieja, los platos apilados, un olor a tabaco y aire viciado se mezclaban con el humo que hacía remolinos cuando se cruzaba con el ventilador ruidoso. Buscaba restos en las botellas amontonadas en la mesita del salón tan grande ahora, tan solitario, tan aterrador. Se detuvo a contemplar el cuarto. No entendía por qué colgaba el retrato amarillento de sus padres aún en la pared despintada. Todo era tan viejo en la casa, los muebles crujientes, el sofá de cuero marrón con las patas vencidas, la radio grande, la primera de la familia, que funcionaba a los golpes o cuando quería. Hasta el polvo era viejo. De pronto las imágenes. La risa estridente de Luisa que hacía detener los murmullos en cualquier lado; las reflexiones de Alberto que nunca eran suyas; las curdas del polaco, que a veces compartían y los hacía caminar abrazados por las calles del sur; Cacho que siempre quiso combatir pero no lo dejaron porque tenía pibes y porque sus manos servían más para la pluma que para el fusil; Pelusa, hermosa, que juraba haber visto a un tipo apuntarle con un revólver al general el día de la plaza; Cata, la mujer que amó siempre pero que por respeto a Carlitos ... ella se podría haber quedado pero no, tenía que irse como todos... Las manos le empezaron a temblar, buscó un trago en la botella del piso y nada, prendió un cigarro negro y tosió, levantó la vista más allá del cielo raso, se tocó la barba tupida, juntó las manos que se hicieron puños blandos y susurró “la puta, que viejo estás Leopoldo” y se apuró para irse con los demás.

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